Ir a vivir a otro mundo

 

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En un sentido amplio, el concepto de “choque cultural” abarca cualquier desajuste o malentendido entre individuos de marcos culturales distintos; en un sentido estricto, se refiere a los problemas de naturaleza psicológica a los que se enfrenta una persona que se traslada a vivir a otra cultura. 

Como las culturas no son compartimentos estancos, sino nudos de intersecciones, no es posible prever ni prevenir en abstracto los problemas de índole cultural que pueden llegar a experimentar las personas que empiezan a vivir en otro país. Sin duda, las afinidades y distancias culturales entre la sociedad de origen y la de llegada marcarán las características concretas de la adaptación al nuevo entorno, la velocidad con que se llegarán a aprender las nuevas claves comunicativas. También serán determinantes las condiciones psicológicas generales, la historia personal, el interés subjetivo por la nueva cultura y, por supuesto, los estereotipos de partida.

Se habla poco del “choque cultural”, pese a su importancia en un mundo cada vez más interconectado no sólo a través de redes de información sino a través también de flujos incesantes de personas. El turista no lo experimenta, porque su éxito personal (la integridad de su autoimagen) no depende de la aceptación de sus comportamientos por parte de los miembros de la sociedad a la que ha llegado. El turista es esencialmente un consumidor, y su derecho a estar allí y fisgarlo todo se basa fríamente en su capacidad de pagar. Como una forma de reconocérselo, la sociedad de acogida creará marcos artificiales para él: lugares donde todos los sirvientes hablan su lengua, donde se le preparan ex profeso espectáculos (de flamenco, de fados, de tangos, de “danzas de los siete velos”…) que confirmen sus expectativas más simples y estereotipadas. Tampoco saben qué supone el “choque cultural” los que viven en ese grado ligeramente superior del resort turístico que es la urbanización de extranjeros, un fenómeno universal que siempre se da en países más pobres respecto a residentes de países más ricos, y nunca al revés. Es posible “vivir en alemán” en Mallorca —y no me refiero sólo al aspecto lingüístico— o “vivir en finlandés” en la Costa de Sol. Pero fuera de estas burbujas artificiales alimentadas con divisas, la realidad nos muestra que en la mayoría de los casos cambiar de país supone cambiar de mundo: Encontrarse solos en un paraje que parece ser fatigosamente complicado y desconcertante, y que nos devuelve una imagen no menos incómoda de nosotros mismos.

El “choque cultural” es básicamente un problema de comunicación. Es en la comunicación con los otros, los oriundos de ese mundo, donde se manifiestan sus desgarros. Los significados que atribuíamos a los diferentes tipos de mensajes (palabras, gestos, comportamientos…) han cambiado. Por un lado hay que aprender sobre la marcha que los actos automáticos ante los demás que durante tanto tiempo hemos hecho de manera “espontánea”, atribuyéndoles un valor “natural”, eran signos arbitrarios, artilugios para la comunicación, y que ahora deben ser —quizás por primera vez en la vida— pensados y cuestionados. Por otro lado hay nuevos códigos (distintos significados asociados a las cosas), nuevos canales (otras maneras posibles de establecer comunicación) y nuevos referentes (otras formas de ordenar el caleidoscopio de sensaciones que llamamos mundo, nuevos conceptos flotando en la realidad).

Los estudios muestran que los síntomas del “choque cultural” son tanto psicológicos como físicos, y que en general tienen las características de toda situación de fuerte estrés: Sensación de agotamiento, ansiedad, apatía, depresión, autocompasión, irritabilidad, falta de apetito o apetito exacerbado, insomnio o sueño excesivo, incluso cierta predisposición a enfermar con las condiciones ambientales generales de la nueva sociedad: con las comidas, con el cambio de agua, con el clima…

El error más grave y más frecuente que cometen los expatriados en relación al “choque cultural” es intentar evitarlo retardando o sorteando aquello que, a semejanza del concepto de inmersión lingüística, llamamos inmersión cultural. Vivir en otro país pero pretender mantener una especie de existencia aparte que se siga desarrollando en todo lo posible bajo las claves del propio mundo. Es lo que sucede en las zonas residenciales para extranjeros ricos de las que hablaba antes, pero también en los guetos para inmigrantes en que se han convertido tantos barrios de las grandes metrópolis modernas. En cualquiera de sus variantes se trata de una forma efectiva de marginación. Salvo que goce de una posición extremadamente privilegiada en la nueva sociedad, quien se traslada a vivir a otra cultura debería evitar por todos los medios empezar a desarrollar una vida marginada. La supuesta marginación que creerá ver en los comportamientos de los oriundos hacia él o ella —especialmente en los puntos álgidos de su experiencia de “choque cultural”— se superpondrá a la propia y real marginación que se ha impuesto. Al final la sensación será la de vivir sitiado.

La forma tradicional de automarginarse culturalmente dentro de la nueva sociedad es procurarse la compañía prácticamente exclusiva de otras personas procedentes del propio país. No hace falta crear toda una Little Italy, basta con buscar regularmente la reunión con compatriotas como única vida social auténtica, más allá de los fugaces e inevitables encuentros con los oriundos del lugar. He conocido estas reuniones de españoles en otros países, del mismo modo que he visto las reuniones de los poseedores de otros pasaportes en España. En estas reuniones muchas personas que llevan años en el país pueden por fin comunicar largo y tendido, ser “ellas mismas”, porque —y precisamente por el efecto de esta marginalidad autoimpuesta— no han conseguido nunca aprender realmente el idioma del lugar. Es bien conocido que en estas reuniones suelen producirse teatrales demostraciones de entusiasmo por cualquier producto del país de origen, principalmente por los gastronómicos —entusiasmo mucho mayor que el dispensado cuando se vivía normalmente allí. Pero estas manifestaciones de patriotismo gástrico —usualmente entre los españoles por los derivados del cerdo— no pasan de ser anecdóticas, e incluso cómicas. Véanse las muestras de arrebato pasional por las longanizas de los personajes de la película Vente a Alemania, Pepe. Más preocupantes, por lo que tienen de reafirmación de barreras, son otros procesos que también suelen ponerse en marcha en estas reuniones. Yo los llamo los memoriales de agravios. Consisten en que los asistentes cuentan anécdotas personales vividas en ese país en las que los oriundos demuestran ser siempre exasperantes, intratables. En estas curiosas puestas en común de experiencias de incomunicación, las muestras colectivas de estupor, ironía y desprecio con las que se acogen las diferentes historias evitan cualquier paso en la dirección de analizar y resolver los posibles conflictos comunicativos existentes. No hay nada que resolver, pues es un problema de “ellos” y “nosotros”. Sólo surgen comentarios fatalistas y burlones por ese mundo que empieza justo al otro lado de la puerta: “¡Cómo son! ¿Sabes lo que me pasó con uno el otro día?”.

El “choque cultural” hay que resolverlo, no sirve de nada pretender rodearlo. Andar permanentemente en un “barrio de las legaciones” mental mientras se vive realmente en otra sociedad no evita sus efectos, sino que posiblemente acabe haciéndolos más dolorosos. Los asistentes más fervorosos a las reuniones de memoriales de agravios suelen acabar huyendo del país. Sólo el turista puede permitirse seguir en su mundo de origen, por la fugacidad de su desplazamiento y por la burbuja artificial que contrata con la industria hostelera. Pero el expatriado, el que realmente va a vivir y conocer ese nuevo mundo, no puede permitirse usar subterfugios. Las culturas son marcos de interacciones permanentes y no es posible vivir de forma normal en una cultura sin interaccionar con ella.

Para superar de manera positiva el “choque cultural” hay puntos de partida insoslayables. Aprender la lengua es fundamental, no la lengua internacional que dicen los manuales oficiales que también se habla en el país, sino la lengua que habla realmente la gente. Quien pretenda ir entendiéndose en inglés por Egipto o en francés por Siria no podrá alejarse mucho de determinados ambientes urbanos. Vivir fuera de los barrios o los bloques alquilados a extranjeros es también muy importante: las relaciones de vecindad son una excelente manera de romper el hielo con los oriundos del país, de empezar a cultivar amistades en el nuevo lugar. Pero todos estos pasos resultarían inútiles si el interés genuino, la dignidad y el respeto no los guiaran todo el tiempo.

 

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